Bajo las estrellas del invierno

noviembre 24, 2008

/ Héctor Viel Temperley /

La liebre que una vez que yo miraba
atardecer —volaban los chimangos!—
salió del sol y se sentó a mirarme

El pájaro que una mañana
se posó exactamente sobre mi corazón
a una hora en que su cuerpo todavía
calentaba la piel más que el sol

El pene entre mis dedos de ese enfermo
al que ayudé a orinar mientras marchábamos
lentamente una noche a un hospital
cruzando playas de estacionamiento

La perra que buscaba a mi pene en la sombra
cada vez que salía para orinar desnudo
mirando las estrellas del invierno
antes de regresar corriendo hasta el colchón
iluminado por el fuego que ardía toda la noche
en los troncos que hachaba con mi hacha todo el día

La mujer que pedía serenamente auxilio
agitando los brazos y volviendo a nadar
en las primeras horas de una tarde pesada
en que yo con el pan en el estómago
no encontraba a otro hombre en las orillas

Y todos los metros que nadé por el mar
sin ver jamás a la terrible aleta
Y mi alegría de noche en las ramas de un árbol
oyendo tangos en mi adolescencia
Y mis siestas sentado junto al cajón de un muerto
descansando en la digna frescura de una bóveda
del verano porteño que nos había humillado

Hablo de todas las horas y de todos los días
y de todas las estaciones y de todos los años

Pero la liebre que una vez que estaba solo
se ubicó exactamente entre el sol y mis ojos
guardando exactamente la distancia
que guarda un ángel que visita a un hombre…

Y el pájaro que un día
se posó exactamente sobre mi corazón
lo que es igual a recibir de un golpe
el propio corazón en el lugar exacto
el único lugar del universo
donde es una victoria recibirlo…

Y la perra que se acercaba agitando la cola
cada vez que volvíamos a encontrarnos desnudos
y solos bajo el cielo del oeste…

En fin…
Brillan los miles de ojos que me miran
Brillan las estrellas del oeste en invierno
Sobre la borda del colchón iluminada por las llamas
me siento arreglo el fuego
leo diarios viejos mientras mi sombra crece

Son las tres de la tarde en el reloj
que después del almuerzo se detiene
La noche es larga
Toda la noche sopla el viento
Mi muslo brilla con la saliva de la perra
o entre las piernas de una mujer de buen carácter
desnuda alegre dormida satisfecha
Vuelvo a despertarme cuando quiero
Vuelvo a salir al frío y a orinar nuevamente
porque estas noches bebo mucha agua
El fuego hace sudar al que lo cuida

En fin…
Hice orinar a un hombre
Salvé del mar a una mujer lejana
Y sé que puedo recordar algunos otros
actos de más amor de más coraje

En fin…
Pienso en todas las horas pienso en todos los días
pienso en todos los años sin encontrar mi imagen

Pero una liebre un pájaro una perra
me miraron a los ojos al corazón al sexo
como creo que sólo me miró también el mar
una madrugada de verano en que vagaba
con una pistola en el puño sin tener dónde afeitarme

Viel Temperley: Estado de Comunión

noviembre 21, 2008

Entrevista realizada por Sergio Bizzio, aparecida en Revista Vuelta Sudamericana, No 12, Julio de 1987, Buenos Aires.


Viel Temperley nació en Buenos Aires en 1933. Con su primer libro, a los 23 años, obtuvo la Faja de Honor de la SADE. Entre ese libro y el último volaron 30 años. Sus lectores, pocos, hablan de Viel como uno de los mejores actuales. Ahora –el presente vale- llega de una sesión de rayos y está en la cama, una frazada prolijamente doblada a la altura del pecho.

-Ojóó- hace, sonriendo, y en el piso suena el teléfono.

Por todas partes hay pequeños cuadros pintados por él o por Luisa, su mujer. Hay una biblioteca fina y alta rodeada de fotografías y un Cristo azul acosado por un bosquecillo de plantas sin flores. Viel no es un poeta de cuchicheo mallarmeano. No dice “un texto por fin real que será la explicación órfica de la tierra”, ni “un Cosmos organizado bajo el signo de la belleza”. Él dice: “lo mío tenía que ser todo un mundo”. (Tiempo atrás, hojeando la novela de un sabio, rozado yo por el eco de su éxito, se me ocurrió que la percepción de la belleza tiene que ver más con las sensaciones que con el juicio –lábil ocurrencia, pero me gusta esa antigüedad. ¿No hay un dios que desaparece automáticamente si se lo toca demasiado?). Y si habla de sus libros –en este caso “Legión Extranjera” (1978), “Crawl” (1982) y “Hospital Británico” (1986)-, hace justamente lo contrario de las gentes que, diría Arreola, caen unas en brazos de otras sin detallar la aventura.

-Desenchufá- pide. No quiero que me interrumpan.

Le digo que parece que hubiera entrado en escena de golpe, en este último año, cuando tiene nueve libros editados.

-Creo que eso es culpa mía. No hice ningún movimiento para acercarme. No estuve en ningún grupo. Siempre rehuí las presentaciones. Y hasta “Carta de Marear”, que apareció en 1978, había publicado cinco libros… pero yo tenía la intención de romper mi poesía; la notaba demasiado rígida, como atada a un molde, un principio, un medio, un fin: sabía qué iba a decir. Después pasé a decir, a ver, empezó a interesarme la poesía que me permitía no solamente esconderme sino evadirme y hacer un mundo, tener un mundo.

-¿Evadirte de qué?.

De lo excesivamente claro. Yo me destrozo en cada imagen para esconderme, pero dejo (por ejemplo en “Legión Extranjera”) citas y personajes que hacen de distintos poemas un solo poema. Así que después de esto, cuando tuve oportunidad de mandar todo al diablo, me encierro con un título, “Crawl”, y la intención de dar un testimonio de mi fe en Cristo, al que nunca había nombrado: decía “Dios”; un dios panteísta, no el hijo, el hombre. Y el hecho es que me encuentro con mi poesía al no saber cómo hacerla. Termino explicando cómo se nada, cómo poner una mano al nadar… Pero descubro que para escribir “Crawl” tengo que aprender a rezar, y empiezo a tener una relación distinta con la oración y con el aliento. Y al fin de todo consigo mencionarlo como “éste” o “ése”, con minúscula, porque en aquel momento de mi vida espiritual hubiera sido una mentira poner reiteradamente “Jesucristo”. A lo largo del libro lo nombro una sola vez. Yo no era dueño de ese nombre.

-Más que la búsqueda de El Nombre parece la búsqueda de un nombre. ¿O pensás que sos un poeta religioso?

-¿Un poeta religioso? No. De ninguna manera. Seré un místico, un poeta surrealista, cualquier cosa, pero no religioso. Hablo de marineros y de nadadores. Jesucristo aparece a través de un rufían, de un vago, de un bañero. Pongo “Besarme el rostro en Jesucristo” queriendo decir que Cristo me había llevado a besarme a mí mismo en él. En él, pero a mí mismo, eso es lo que me interesa. No me dirijo a él dejando de lado mi amor por esa chica al lado de la lámpara: lo busco ahí. Me bastó con haberlo puesto una vez. Di testimonio. Macanudo. Ya después me copo con la tapa, con el marinero de la caja de cigarros John Player… Yo creía que existía. Me lo había presentado un tío en una pieza empapelada con flores. Y recuerdo que lo quise. Pero ahí dejé de verlo y no volví a encontrarlo hasta mucho tiempo después en un atado de cigarrillos. Había soñado con él, y lo tomé como la cara de Cristo. Dios es idéntico a un marinero, tal vez un marinero judío, por la mandíbula tan fuerte, cuadrada. En lugar de un salvavidas, entonces, le pedí a un amigo que dibujara una corona de espinas. Finalmente, se me ocurrió acompañarlo con la diagramación. Si mirás “Crawl” arriba es como un cuerpo que va nadando. Yo desplegaba el poema en el suelo y me paraba en una silla para ver dónde había algo que se saliera del dibujo. Me pasaba horas arriba de la silla fumando y mirando, y corrigiendo para que tuviera esa forma. Incluso trato de que las estrofas no tengan puntos hasta la tercera parte, porque quería que fuera un respirar, quería que cada brazada fuera una respiración. Solamente al final, cuando habla con otros hombres, hay puntos y cortes. Pero donde es pura natación, son estrofas.

-¿Y en cuanto al leit motiv “Vengo de comulgar y estoy en éxtasis”?

-Eso sucedió un día en que estaba terriblemente angustiado y me metí en el Santísimo, la iglesia que está acá atrás del Kavanagh. Sin embargo no soporté estar ahí adentro. Salí, me senté en el pasto, en la plaza, y tuve de pronto una sensación de éxtasis extraordinaria… Y me dije que ese era el motivo para empezar cada parte. Y en la primera sigue “aunque comulgué como un ahogado”. Eso, como un ahogado… Otra vez, yo venía caminando por el puerto, y entre una fila de plátanos sentí un ataque de Dios, el golpe de Dios, y me puse a llorar. Hay un plátano en “Crawl”. También recuerdo que cuando yo era muy chico vivía en Vicente López, y todas las mañanas mamá me llevaba al río, cargado en la espalda. Yo todavía no sabía caminar. Y un día me caí al agua. Recuerdo que estaba sentado debajo del agua en paz, sin extrañar absolutamente la vida, la respiración, el mundo. Lo único que sentía era el éxtasis de ver una pared color tierra cruzada por el sol: era un manto anaranjado que yo tenía ante los ojos. Y era feliz.

-En El Nadador escribís “…agua tan azul que el hombre / entraba en ella y respiraba”.

-Respira el cielo. Por eso en “Crawl” me quedo tranquilo hasta que un día nublado estoy en una playa y al cerrar los ojos sale el sol y veo dos figuras blanquísimas, y me dije que iba a escribir acerca de esos dos tipos haciendo guardia en la arena. Ese libro sería “Hospital Británico”. Yo estuve en el Británico. Caí enfermo cuando vi a mamá que quería morirse, y murió cuatro días después de que a mí me trepanaran. Habíamos pasado tres meses los dos tirados en la cama. Bueno, me operan del mate y a los dos o tres días salgo al jardín. Iba del brazo de mi mujer. Nos sentamos delante de un pabellón, al que llamo Pabellón Rosetto. Volaban unas mariposas y había unos eucaliptus muy hermosos, nada más que esto, y fui rodeado y traspasado por una sensación de amor tan intensa que me arruinó la vida en el mundo.

-¿Cómo?

Sí, la sensación de estar rodeado por cielo, y de que ese cielo me tocara como carne, y que podía ser la carne de Cristo y que al mismo tiempo lo tenía a Cristo adentro… Yo era amado con una intensidad que estaba en el límite de lo soportable. Eso duró una semana. Cuando volví a casa me tiré en el living y abrí la ventana para que el viento moviera la enredadera y estuve hasta el amanecer tratando de recuperar ese estado de comunión, pero no apareció nada.

-Bueno, apareció Hospital Británico.

-El libro de un trepanado. El que escribió ese poema no existe más. Yo, en aquel entonces (no sabía que iban a darme rayos) salí volando con la cabeza abierta: iba a escribir. Se me ocurrió la solución de las esquirlas, lo ordené, escribí lo que habla de la muerte de mamá… y el resto en el estado de un tipo que se había salido de la realidad porque tenía un huevo en la cabeza. Después, sí, después tienen que darme rayos. ¿Quién carajo armó todo eso?. No tengo idea. Llega gente, vienen a visitarme, caen cartas, pero lo que yo tengo que ver con el efecto de ese libro es muy poco. No soy el autor de eso como de “Crawl”. “Hospital Británico” es algo que estaba en el aire. Yo no hice más que encontrarlo. “Hospital Británico” me permite creer que me salí del mundo y no sé para qué. El cielo estaba en la enfermera que pasaba…

Viel Temperley: ¿Un místico entre nosotros?

noviembre 21, 2008

Por Santiago Sylvester

El azar, que manda mucho, hizo que yo leyera a Viel Temperley cuando él ya estaba muerto, y que comenzara la lectura por el final. De su vida, por lo tanto, sólo sé lo que cuentan sus poemas, que es bastante, lo que repiten algunos amigos, que es más o menos lo mismo (su obsesión religiosa, su enfermedad final); y a su poesía he tenido que reordenarla para entender cómo ha ido avanzando con los años.

Esta operación, reordenar la obra de un artista, es frecuente y muchas veces innecesaria. No en este caso, en el que, por lo excepcional de la llegada, interesa atender el punto de partida y su desarrollo: saber cómo ha venido acertando en la dirección y en la selección de asuntos y palabras.

Hace muchos años tuve una experiencia pedagógica, para nada tediosa, de la que saqué instrucción acerca de cómo, muchas veces, una obra se aprecia mejor recorriéndola desde el final. Se trataba de una exposición de dos artistas plásticos fundamentales del siglo XX: Kandinsky y Mondrian. La muestra proponía un recorrido infrecuente: la evolución de ambos pintores, comenzando con toda lógica por el principio, pero se detenía cuando por fin conseguían la abstracción que los caracteriza. Es decir, se detenía en el momento en que, para la historia del arte, Kandinsky lograba ser Kandinsky; y Mondrian, Mondrian. Sólo dos cuadros de cada uno, en prueba de sus respectivos estilos, los exhibía como más los conocemos: colores puros, geométricos, extendidos en rectángulos, los de Mondrian; colores más turbulentos, más gestuales, atajando un posible caos, los de Kandinsky. De modo que aquella exposición mostraba a dos pintores figurativos, cuya evolución posterior hacia el abstracto ya sabíamos, pero que, hasta ese momento, usaban el oficio para dibujar una mano, un paisaje o un árbol. Recuerdo especialmente una pieza maestra, el retrato de una pelirroja instalada de semi perfil por Mondrian.

La muestra era, en conjunto, excelente; y sin embargo, la conclusión fue ésta: si esos pintores no hubieran llegado a sus cuadros finales, al abstracto que los identifica, todo el camino anterior carecería de interés. Hubiéramos podido reconocer que estábamos ante artistas dotados, con acopio de conocimiento y factura impecable, pero hubiera faltado la gran contribución, la indispensable, para poner acento propio en el rumbo del arte; de modo que servirían más como acompañamiento de época, que como los grandes pintores que son. Es la diferencia difícil de explicar, pero que existe, entre un buen artista y un gran artista, y que tal vez tenga sustento en la elaboración de un recuadro propio y reconocible.

Este rodeo me sirve para situar la poesía de Viel Temperley. Conociendo el final de su obra, que lo pone de pie entre la mejor poesía argentina del siglo XX, el resto se ordena con notable coherencia, como si todo el esfuerzo previo hubiera adivinado su sentido; y en esto, en el sentido de orientación, se reconoce también un destino. Un artista trabaja, olfatea, sigue una huella, y a todo esto se le llama “la dignidad de haberlo intentado” (Horacio Castillo, en un poema); pero en algún momento tiene que estar la evidencia, incluso arbitraria, para que se pueda hablar de la dimensión que requiere el arte: el gran arte, por si hiciera falta el adjetivo. Porque tampoco hay que perder de vista que precisamente en arte todo se resuelve, no en la intención, sino en el resultado.

En el caso de Viel Temperley (que precisamente amenazaba con convertirse en “caso”), sorprende cómo la parábola de su obra recorre un ascenso sostenido a partir de sus Poemas con caballos, publicado en 1956, se arma sólidamente con sus libros siguientes, buscando un tema y una manera, sobre todo en Legión extranjera, de 1978, y concluye con sus dos últimos libros, Crawl y Hospital Británico, de 1982 y 1986 respectivamente, cuando más altura había logrado, como si todo el trabajo anterior hubiera sido preparación y adiestramiento. En una coincidencia más que casual, vida y obra terminan juntas, unidas por un cierre común: ese libro final en el que el poeta reúne las dos cosas. Esta forma de concluir no es tan frecuente; lo que sucede casi siempre es lo contrario: que un poeta encuentre su estilo, lo elabore, y que a partir de ahí lo utilice hasta convertirlo en reiteración de sí mismo.

El panorama general de la obra de Viel permite ver que la temática se empieza a diseñar desde el comienzo. Los aspectos de una fuerte creencia religiosa asoman con sistema, sólo que al comienzo lo hacen más bien en su versión litúrgica, luego se van ensanchando hacia lo celebratorio y conjurante, y recién al final se resuelven en una de las pocas obras místicas escritas en su siglo.

La poesía mística, efectivamente, no se ha prodigado en el siglo XX, al menos en nuestro país. Más bien ha predominado la desacralización programática, con la gama completa de los sucesivos descreimientos. A lo largo del siglo XX se hizo evidente que Dios, salvo lo excepcional, ha dejado de hablar a través del arte; o al menos se ha tomado un descanso. Da la impresión de que la revelación ha terminado o está desactivada para nuestra época; o dicho más dramáticamente, que Dios ya no tiene revelación. Esto es así al menos en relación al arte, no sólo respecto de la poesía, sino también, y más espectacularmente, de lo específicamente religioso, como es el arte sacro. Una rápida visita a lo que fue durante siglos la decoración de las iglesias deja un saldo impresionante de la presencia de la divinidad (lo que se entienda por tal) en las expresiones religiosas. Pero a partir de algún momento, indeterminado y comprobable, pareciera que ya no es Dios sino un decaído sucedáneo el que inspira a sus artistas, y más aún a sus mecenas. Podría argumentarse, con razón, que la responsabilidad es de quien dispuso esos ornatos en los que predomina la trivialidad o la ilustración infantil; pero queda en pie el hecho de que, a diferencia de otras épocas, el artista ya no trabaja con materia sagrada, y que, salvo algún brote esporádico, el arte prescinde de este tipo de fe.

En Argentina hay mucha poesía religiosa[1], pero apenas existe poesía mística. La diferencia entre una y otra, suficientemente estudiada, podría resumirse así. La poesía religiosa, sea dedicada a un santo, una liturgia o una festividad, tiene las mismas características literarias que cualquier otra poesía de celebración: a un lapacho en flor, a la persona amada o a un río crecido. Se diferencian en la materia, pero el punto de partida es un sentimiento, y el trabajo para llegar al objetivo es siempre el mismo: ordenación de recursos literarios dirigidos a ese fin. La poesía mística, en cambio, tiene que ver con una revelación, un flash metafísico; y su propia intensidad de visión sagrada trae incorporadas las imágenes que finalmente se resolverán en poema. Sería ingenuo pensar que en la poesía mística no hay ninguna elaboración, pero el recorrido entre ese punto de partida (la revelación) y el de llegada (el poema) es mucho menor, con menos carga de literatura, que en cualquier otra poesía, incluida la religiosa. La observación de Eliot, de que la poesía no se escribe sino que se arma, es más cierta para la poesía religiosa que para la mística; y es tan clara la diferencia que el propio Viel Temperley ofrece ejemplos de ambas: poesía religiosa, con sus soluciones literarias, y poesía mística, visionaria, de espiritualidad directa.

En el siglo XX argentino sólo podrían considerarse como atisbos de poesía mística la de Jacobo Fijman, que se veía a sí mismo “colgado como un cristo amarillo” para recorrer “el camino más alto y más desierto”; y tal vez algunos pasajes más elaborados de Ricardo Molinari, marcados por el “abuso de intimidad” de Rilke. Y esto es más o menos todo, por eso resulta inesperado el deslumbramiento de la poesía final de Viel Temperley.

Cuando se habla de poesía mística, parece inevitable mentar a San Juan de la Cruz. Su espiritualidad exacerbada ha marcado a fuego toda experiencia de iluminación; y un apunte del santo explica mejor que nadie la contemplación de lo sagrado: “Las condiciones del pájaro solitario son cinco. La primera, que se va a lo más alto; la segunda que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico en el aire; la cuarta, que no tiene color determinado; la quinta, que canta suavemente. Las cuales ha de tener el alma contemplativa”. Este resumen arma el basamento de un cántico espiritual: esos “dislates”, al decir del santo, en los que no hay doctrina sino revelación.

De esto tratan los dos últimos libros de Viel Temperley: no sólo de ebullición religiosa, como sus libros anteriores, sino de iluminación. La relativa falta de lógica del discurso no es sino consecuencia porque no hay planteo racional: esto queda fuera de sus intenciones. Al final de su Tractatus, Wittgenstein explica la dificultad de expresar lo místico, ya que es precisamente lo inexpresable lo que se muestra en esa “visión del mundo sub specie aeternis”. Da la impresión de que Wittgenstein nos dice que no es con palabras, sino con silencio, como se puede expresar lo místico, pero de esta contradicción también vive la poesía porque no tiene otra forma de manifestarse. Viel apela al irracionalismo verbal, propio del surrealismo, sólo que no lo es (como al parecer, equivocadamente, suponía el poeta: habló de “religiosidad surrealista” vinculado a su trabajo): hay, en todo caso, ambigüedad lingüística, desarreglo, imágenes sueltas, pero el concepto es de absoluta certeza: no escribe para averiguar qué quiere decir, lo intuye sobradamente, sólo que lo hace con la libertad formal recibida de su siglo, más un arrastre de sensualidad propia del goce místico: eros y tánatos, una vez más, en su diálogo continuo llevado al límite de la comprensión. En el tramo final de su vida, Viel se reincorpora de la muerte próxima, no la discute, tampoco la lamenta, ni mucho menos le teme: la usa para cicatrizar heridas y curarse de la gran enfermedad que contagia toda vida. En su libro Crawl, nada en el agua de la salvación; y en el último, Hospital Británico, tira la red para averiguar qué pesca, y saca fragmentos de distintas épocas con los que alcanza visiones y posibles anuncios.

Pero no está dicho lo fundamental. Estamos hablando de poesía; corresponde entonces recordar que lo más interesante de esta obra se afirma en la contemporaneidad del lenguaje. La poesía mística (como buena parte de toda poesía) recurrió durante años a la idealización rural; las imágenes del Cantar de los cantares, especialmente en la traducción de Fray Luis de León, y la simbología evangélica, habían concebido un paisaje poblado de viñedos, estrellas del amanecer, corderos, palomas y otros animales inocentes, más la felicidad contemplativa que, por esas épocas, tenía su “axis mundi” en un prado y un arroyo. En estas condiciones, el propio campo, trasladado a la poesía, resultaba ser un estado de ánimo, dotado de soledad, hondura y plenitud. Esta concepción cambió bruscamente cuando la vida informó que el paisaje general ya no era el mismo, que el campo quedaba lejos, los problemas predominantes ya no tenían que ver con faenas agropecuarias, y la contaminación existía; y estas noticias llegaron lógicamente a la poesía (incluso a la folklórica). Tal vez esto colaboró con la caducidad del sentido místico en el arte, puesto que es más fácil concebir la presencia de Dios a campo abierto que ante la pantalla de una computadora. La naturaleza fue, durante siglos, el sitio incorruptible, un pacto entre elementos originarios, en el que el hombre es un mero testigo; y su intervención, dañina. Esta idea se trasladó a la felicidad contemplativa, y se repite, con su catálogo de metáforas y símbolos, en los poetas que he señalado como ejemplos aproximativos de poesía mística entre nosotros: Fijman y Molinari.

Viel Temperley, en cambio, plantó su misticismo en el paisaje urbano, y esto nos trae una novedad. Entiende que el dilema campo-ciudad es falso (cada vez más), y que somos producto inevitable de la vida actual; por eso su lenguaje da cuenta del entorno, y precisamente cuando la presencia de lo divino alcanza la cima, su poesía (la última) no recrea una arcadia imaginaria sino, en todo caso, la imagina en un paisaje áspero, con areneros en un río innoble, tapitas de cerveza tiradas por el suelo, suburbio y, ya al final, asfixia hospitalaria, entre vendas y paredes blancas. Con este lenguaje alarmante de la contemporaneidad, Viel Temperley alcanza ese misterio que no tiene ni necesita explicación, con el misterio añadido (ya específico de la poesía) de que nosotros los lectores también lo aceptamos sin pedir que nos lo expliquen.

Hace dos siglos y medio, el Dr. Johnson (predecesor de muchos en el arte de injuriar) escribió esta elegante malignidad: “Milton se contenta con exponer los sentimientos de los autores antiguos con el lenguaje de estos”. Es exactamente lo contrario de lo que intento decir sobre Viel: su naturaleza mística reúne, sin dudas, las mismas características que la mística clásica, pero su modo de exponerla tiene componentes nuevos, y es por esto que interesa. Finalmente, no es su fe religiosa lo que conmueve sino su poesía.


[1] Ver, por ejemplo, La poesía religiosa argentina, de Roque Raúl Aragón; Ediciones Culturales Argentinas, Buenos Aires, 1967.