Por Santiago Sylvester
El azar, que manda mucho, hizo que yo leyera a Viel Temperley cuando él ya estaba muerto, y que comenzara la lectura por el final. De su vida, por lo tanto, sólo sé lo que cuentan sus poemas, que es bastante, lo que repiten algunos amigos, que es más o menos lo mismo (su obsesión religiosa, su enfermedad final); y a su poesía he tenido que reordenarla para entender cómo ha ido avanzando con los años.
Esta operación, reordenar la obra de un artista, es frecuente y muchas veces innecesaria. No en este caso, en el que, por lo excepcional de la llegada, interesa atender el punto de partida y su desarrollo: saber cómo ha venido acertando en la dirección y en la selección de asuntos y palabras.
Hace muchos años tuve una experiencia pedagógica, para nada tediosa, de la que saqué instrucción acerca de cómo, muchas veces, una obra se aprecia mejor recorriéndola desde el final. Se trataba de una exposición de dos artistas plásticos fundamentales del siglo XX: Kandinsky y Mondrian. La muestra proponía un recorrido infrecuente: la evolución de ambos pintores, comenzando con toda lógica por el principio, pero se detenía cuando por fin conseguían la abstracción que los caracteriza. Es decir, se detenía en el momento en que, para la historia del arte, Kandinsky lograba ser Kandinsky; y Mondrian, Mondrian. Sólo dos cuadros de cada uno, en prueba de sus respectivos estilos, los exhibía como más los conocemos: colores puros, geométricos, extendidos en rectángulos, los de Mondrian; colores más turbulentos, más gestuales, atajando un posible caos, los de Kandinsky. De modo que aquella exposición mostraba a dos pintores figurativos, cuya evolución posterior hacia el abstracto ya sabíamos, pero que, hasta ese momento, usaban el oficio para dibujar una mano, un paisaje o un árbol. Recuerdo especialmente una pieza maestra, el retrato de una pelirroja instalada de semi perfil por Mondrian.
La muestra era, en conjunto, excelente; y sin embargo, la conclusión fue ésta: si esos pintores no hubieran llegado a sus cuadros finales, al abstracto que los identifica, todo el camino anterior carecería de interés. Hubiéramos podido reconocer que estábamos ante artistas dotados, con acopio de conocimiento y factura impecable, pero hubiera faltado la gran contribución, la indispensable, para poner acento propio en el rumbo del arte; de modo que servirían más como acompañamiento de época, que como los grandes pintores que son. Es la diferencia difícil de explicar, pero que existe, entre un buen artista y un gran artista, y que tal vez tenga sustento en la elaboración de un recuadro propio y reconocible.
Este rodeo me sirve para situar la poesía de Viel Temperley. Conociendo el final de su obra, que lo pone de pie entre la mejor poesía argentina del siglo XX, el resto se ordena con notable coherencia, como si todo el esfuerzo previo hubiera adivinado su sentido; y en esto, en el sentido de orientación, se reconoce también un destino. Un artista trabaja, olfatea, sigue una huella, y a todo esto se le llama “la dignidad de haberlo intentado” (Horacio Castillo, en un poema); pero en algún momento tiene que estar la evidencia, incluso arbitraria, para que se pueda hablar de la dimensión que requiere el arte: el gran arte, por si hiciera falta el adjetivo. Porque tampoco hay que perder de vista que precisamente en arte todo se resuelve, no en la intención, sino en el resultado.
En el caso de Viel Temperley (que precisamente amenazaba con convertirse en “caso”), sorprende cómo la parábola de su obra recorre un ascenso sostenido a partir de sus Poemas con caballos, publicado en 1956, se arma sólidamente con sus libros siguientes, buscando un tema y una manera, sobre todo en Legión extranjera, de 1978, y concluye con sus dos últimos libros, Crawl y Hospital Británico, de 1982 y 1986 respectivamente, cuando más altura había logrado, como si todo el trabajo anterior hubiera sido preparación y adiestramiento. En una coincidencia más que casual, vida y obra terminan juntas, unidas por un cierre común: ese libro final en el que el poeta reúne las dos cosas. Esta forma de concluir no es tan frecuente; lo que sucede casi siempre es lo contrario: que un poeta encuentre su estilo, lo elabore, y que a partir de ahí lo utilice hasta convertirlo en reiteración de sí mismo.
El panorama general de la obra de Viel permite ver que la temática se empieza a diseñar desde el comienzo. Los aspectos de una fuerte creencia religiosa asoman con sistema, sólo que al comienzo lo hacen más bien en su versión litúrgica, luego se van ensanchando hacia lo celebratorio y conjurante, y recién al final se resuelven en una de las pocas obras místicas escritas en su siglo.
La poesía mística, efectivamente, no se ha prodigado en el siglo XX, al menos en nuestro país. Más bien ha predominado la desacralización programática, con la gama completa de los sucesivos descreimientos. A lo largo del siglo XX se hizo evidente que Dios, salvo lo excepcional, ha dejado de hablar a través del arte; o al menos se ha tomado un descanso. Da la impresión de que la revelación ha terminado o está desactivada para nuestra época; o dicho más dramáticamente, que Dios ya no tiene revelación. Esto es así al menos en relación al arte, no sólo respecto de la poesía, sino también, y más espectacularmente, de lo específicamente religioso, como es el arte sacro. Una rápida visita a lo que fue durante siglos la decoración de las iglesias deja un saldo impresionante de la presencia de la divinidad (lo que se entienda por tal) en las expresiones religiosas. Pero a partir de algún momento, indeterminado y comprobable, pareciera que ya no es Dios sino un decaído sucedáneo el que inspira a sus artistas, y más aún a sus mecenas. Podría argumentarse, con razón, que la responsabilidad es de quien dispuso esos ornatos en los que predomina la trivialidad o la ilustración infantil; pero queda en pie el hecho de que, a diferencia de otras épocas, el artista ya no trabaja con materia sagrada, y que, salvo algún brote esporádico, el arte prescinde de este tipo de fe.
En Argentina hay mucha poesía religiosa, pero apenas existe poesía mística. La diferencia entre una y otra, suficientemente estudiada, podría resumirse así. La poesía religiosa, sea dedicada a un santo, una liturgia o una festividad, tiene las mismas características literarias que cualquier otra poesía de celebración: a un lapacho en flor, a la persona amada o a un río crecido. Se diferencian en la materia, pero el punto de partida es un sentimiento, y el trabajo para llegar al objetivo es siempre el mismo: ordenación de recursos literarios dirigidos a ese fin. La poesía mística, en cambio, tiene que ver con una revelación, un flash metafísico; y su propia intensidad de visión sagrada trae incorporadas las imágenes que finalmente se resolverán en poema. Sería ingenuo pensar que en la poesía mística no hay ninguna elaboración, pero el recorrido entre ese punto de partida (la revelación) y el de llegada (el poema) es mucho menor, con menos carga de literatura, que en cualquier otra poesía, incluida la religiosa. La observación de Eliot, de que la poesía no se escribe sino que se arma, es más cierta para la poesía religiosa que para la mística; y es tan clara la diferencia que el propio Viel Temperley ofrece ejemplos de ambas: poesía religiosa, con sus soluciones literarias, y poesía mística, visionaria, de espiritualidad directa.
En el siglo XX argentino sólo podrían considerarse como atisbos de poesía mística la de Jacobo Fijman, que se veía a sí mismo “colgado como un cristo amarillo” para recorrer “el camino más alto y más desierto”; y tal vez algunos pasajes más elaborados de Ricardo Molinari, marcados por el “abuso de intimidad” de Rilke. Y esto es más o menos todo, por eso resulta inesperado el deslumbramiento de la poesía final de Viel Temperley.
Cuando se habla de poesía mística, parece inevitable mentar a San Juan de la Cruz. Su espiritualidad exacerbada ha marcado a fuego toda experiencia de iluminación; y un apunte del santo explica mejor que nadie la contemplación de lo sagrado: “Las condiciones del pájaro solitario son cinco. La primera, que se va a lo más alto; la segunda que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico en el aire; la cuarta, que no tiene color determinado; la quinta, que canta suavemente. Las cuales ha de tener el alma contemplativa”. Este resumen arma el basamento de un cántico espiritual: esos “dislates”, al decir del santo, en los que no hay doctrina sino revelación.
De esto tratan los dos últimos libros de Viel Temperley: no sólo de ebullición religiosa, como sus libros anteriores, sino de iluminación. La relativa falta de lógica del discurso no es sino consecuencia porque no hay planteo racional: esto queda fuera de sus intenciones. Al final de su Tractatus, Wittgenstein explica la dificultad de expresar lo místico, ya que es precisamente lo inexpresable lo que se muestra en esa “visión del mundo sub specie aeternis”. Da la impresión de que Wittgenstein nos dice que no es con palabras, sino con silencio, como se puede expresar lo místico, pero de esta contradicción también vive la poesía porque no tiene otra forma de manifestarse. Viel apela al irracionalismo verbal, propio del surrealismo, sólo que no lo es (como al parecer, equivocadamente, suponía el poeta: habló de “religiosidad surrealista” vinculado a su trabajo): hay, en todo caso, ambigüedad lingüística, desarreglo, imágenes sueltas, pero el concepto es de absoluta certeza: no escribe para averiguar qué quiere decir, lo intuye sobradamente, sólo que lo hace con la libertad formal recibida de su siglo, más un arrastre de sensualidad propia del goce místico: eros y tánatos, una vez más, en su diálogo continuo llevado al límite de la comprensión. En el tramo final de su vida, Viel se reincorpora de la muerte próxima, no la discute, tampoco la lamenta, ni mucho menos le teme: la usa para cicatrizar heridas y curarse de la gran enfermedad que contagia toda vida. En su libro Crawl, nada en el agua de la salvación; y en el último, Hospital Británico, tira la red para averiguar qué pesca, y saca fragmentos de distintas épocas con los que alcanza visiones y posibles anuncios.
Pero no está dicho lo fundamental. Estamos hablando de poesía; corresponde entonces recordar que lo más interesante de esta obra se afirma en la contemporaneidad del lenguaje. La poesía mística (como buena parte de toda poesía) recurrió durante años a la idealización rural; las imágenes del Cantar de los cantares, especialmente en la traducción de Fray Luis de León, y la simbología evangélica, habían concebido un paisaje poblado de viñedos, estrellas del amanecer, corderos, palomas y otros animales inocentes, más la felicidad contemplativa que, por esas épocas, tenía su “axis mundi” en un prado y un arroyo. En estas condiciones, el propio campo, trasladado a la poesía, resultaba ser un estado de ánimo, dotado de soledad, hondura y plenitud. Esta concepción cambió bruscamente cuando la vida informó que el paisaje general ya no era el mismo, que el campo quedaba lejos, los problemas predominantes ya no tenían que ver con faenas agropecuarias, y la contaminación existía; y estas noticias llegaron lógicamente a la poesía (incluso a la folklórica). Tal vez esto colaboró con la caducidad del sentido místico en el arte, puesto que es más fácil concebir la presencia de Dios a campo abierto que ante la pantalla de una computadora. La naturaleza fue, durante siglos, el sitio incorruptible, un pacto entre elementos originarios, en el que el hombre es un mero testigo; y su intervención, dañina. Esta idea se trasladó a la felicidad contemplativa, y se repite, con su catálogo de metáforas y símbolos, en los poetas que he señalado como ejemplos aproximativos de poesía mística entre nosotros: Fijman y Molinari.
Viel Temperley, en cambio, plantó su misticismo en el paisaje urbano, y esto nos trae una novedad. Entiende que el dilema campo-ciudad es falso (cada vez más), y que somos producto inevitable de la vida actual; por eso su lenguaje da cuenta del entorno, y precisamente cuando la presencia de lo divino alcanza la cima, su poesía (la última) no recrea una arcadia imaginaria sino, en todo caso, la imagina en un paisaje áspero, con areneros en un río innoble, tapitas de cerveza tiradas por el suelo, suburbio y, ya al final, asfixia hospitalaria, entre vendas y paredes blancas. Con este lenguaje alarmante de la contemporaneidad, Viel Temperley alcanza ese misterio que no tiene ni necesita explicación, con el misterio añadido (ya específico de la poesía) de que nosotros los lectores también lo aceptamos sin pedir que nos lo expliquen.
Hace dos siglos y medio, el Dr. Johnson (predecesor de muchos en el arte de injuriar) escribió esta elegante malignidad: “Milton se contenta con exponer los sentimientos de los autores antiguos con el lenguaje de estos”. Es exactamente lo contrario de lo que intento decir sobre Viel: su naturaleza mística reúne, sin dudas, las mismas características que la mística clásica, pero su modo de exponerla tiene componentes nuevos, y es por esto que interesa. Finalmente, no es su fe religiosa lo que conmueve sino su poesía.